Cuando inicié mi aventura en el humor a los doce años de edad, mi único objetivo era hacer reír a mi padre y a mis hermanos, después de comer, en uno de los cuartos de la casa y a mis compañeros de clase en el salón al día siguiente. Después de un mes inventé una disculpa y suspendí el humor en la casa (un monólogo sin fin) por razones de comodidad: hacer reír al papá y a los hermanos noche tras noche, puede ser agotador cuando deja de ser diversión, y se convierte en una tortura. Pero aprendí una cosa importante: en determinados momentos el humor en vivo y en directo puede ser más atractivo que el televisor.